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Posiblemente seamos los europeos los menos autorizados para hablar de la política de fronteras fuera de nuestro ámbito político. Me refiero especialmente a los expertos acostumbrados a trabajar sobre esos asuntos en la Unión Europea y muy particularmente a los que lo hacemos entre países del denominado “Espacio Schengen”, en el que han desaparecido los controles fronterizos.
Las fronteras interiores de la Unión Europea, las fronteras entre sus países miembros, no presentan ya muchas de las características clásicas de estos artefactos jurídicos que señalan el límite de las soberanías estatales. No tienen los caracteres que tales límites presentan por lo general en el resto del mundo y que van unidos al propio concepto genérico de frontera. Las europeas están dejando de ser fronteras en su acepción clásica y parecen configurarse como un nuevo sistema de delimitación política mucho más lábil y flexible que las clásicas. Es, precisamente, haberlo conseguido lo que podría darnos alguna autoridad en la materia. Pero no se puede ignorar que ese es uno más de los muchos logros de un proceso de integración política y jurídica que presenta también peculiaridades difícilmente exportables. Es decir, muchos responsables públicos europeos de diversos ámbitos y muchos académicos de no menos diferentes áreas de conocimiento pueden presumir con justicia de poseer un amplio bagaje en materia de cooperación transfronteriza, de haber atesorado una amplia experiencia en tal asunto. Pero eso no asegura que tal conocimiento sirva directamente por sí mismo para lograr los mismos efectos en otras fronteras diferentes, sencillamente porque esas otras por lo general no operan en el marco de un proceso general de integración de soberanías como el europeo, condición previa para esa diferente concepción de la frontera de la que se hablaba al principio.