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Hubo un tiempo en que al reverso de la Biblia se lo llamaba “El Capital”. Era su antípoda violenta, su negación terminante. Era el tiempo en que la tracción a vapor renovaba el milagro del movimiento y la técnica industrial ultimaba sus preparativos para estampar su impronta en la sensibilidad del desconcertado habitante de las ciudades europeas de la segunda mitad del siglo XIX. Era, en fin, el tiempo en que se apagaban, por anticuados, los ecos finales de ese singular modo de ser moderno que fue el byronianismo y otro canto, simultáneamente áspero y dulce, era entonado por Baudelaire para anunciar el advenimiento de una sensibilidad nueva: La del hombre occidental que descubría dolorosamente, que no era idéntico a sí mismo.
Vino después el tiempo en que las polaridades ortodoxas perdieron partidarios. El año 1914 y los cuatro siguientes le enseñaron al nieto de aquel hombre que al ver nacer la técnica la identificaría con el progreso, que él no era un ser previsible y que no podía seguir siendo impunemente un ingenuo abanderado del optimismo compteano.
No fueron pocos los que, alterados, retomaron en esos días la lectura de las inquietantes páginas de “El Capital”, buscando un camino más realista para evidenciar la grandeza del que fuera creado “a imagen y semejanza de Dios”. Y así llegó el octubre ruso de 1917. Dieciséis años después, Hitler sonreía serena, aplomadamente, al pueblo alemán desde un elevado palco del palacio de gobierno. En 1945 el miedo y la locura volvieron a destrozar al hombre en Hiroshima. Ya entonces “El Capital” era, indiscutiblemente, un libro popular; tan popular como la Biblia. Frente a frente, o lado a lado -según quién mire- Marx y los viejos reyes, profetas y apóstoles increpaban y alentaban a las multitudes. No tuvo que pasar demasiado tiempo para que los primeros exploradores del diálogo tendieran puentes teóricos entre una y otra.
En 1956 ocurrió lo de Cuba y Latinoamérica pestañeó sorprendida. En una de las comisuras de su boca se insinuó una sonrisa. En la otra, un rictus de severa preocupación. Expresiones como “cristianismo e izquierda”, “socialismo cristiano”, “comunismo cristiano”, dejaron de escandalizar a los puristas de la ideología y comenzaron a testimoniar realidades esenciales del mundo contemporáneo. En la década actual, “revolución” se convirtió -por un lado”- en una de las palabras más prestigiosas del léxico occidental, tanto de derecha como de izquierda; y por otro, en una de las necesidades más acuciantes de las poblaciones de continentes enteros.
Los lectores más lúcidos de la Biblia –los humanistas- se empeñaron a fondo en el diálogo con Marx. Los lectores más lúcidos de “El Capital” –los humanistas- aceptaron cautelosas pero sinceramente el diálogo con el teísmo. Del empeño puesto por enriquecer este encuentro nacieron, en los últimos diez años, muchísimas obras; algunas de ellas de fundamental importancia: “El humanismo social de Marx” por ejemplo, del Padre Eduardo Kinnen, Profesor de la Universidad Católica de Santiago de Chile.
Nuestro trabajo está consagrado al análisis de esa obra, a la que consideramos un valioso aporte del pensamiento latinoamericano a la cultura occidental.