El año 1976 fue la primera vez en la historia cuando la mujer aparece como protagonista absoluta en el llamado “Año internacional de la mujer”.
Es cierto que las diversas culturas y religiones han estimado la importancia de la mujer al contraponerla al hombre como sexo distinto de la especie humana. Las diosas de la fecundidad son una constante de las religiones históricas; pero, la estimación de la mujer a lo largo de la historia se ha reducido a considerarla como el principio fecundo de la especie humana. A eso obedece el que, tanto en el Antiguo como en las religiones no testamentarias, la soltería, la esterilidad y aún la viudez se hayan considerado como una maldición divina o como un destino desagradable para la mujer; la mujer no valí en sí, sino en su función propagadora de la especie.
Sin embargo, la mujer se ha ido desarraigando paulatinamente, de la sumisión al varón: se ha ido ausentando de la sujeción a su hogar, buscando trabajo en las factorías, comercios e instituciones redituables; ha acudido a las universidades para obtener una profesión semejante a la de los varones; ha luchado por la igualdad de derechos ante los tribunales, y hoy, amparándose en la democracia, propugna la igualdad “sin distingos de credos, de raza, de color y de sexo”. Equiparación del sexo que es peyorativa con respecto a los otros factores discriminatorios que se apuntan. Incluso, ha luchado por la igualdad de derechos frente al divorcio y a la independencia económica. En otras palabras: La mujer parece haber caído en la cuenta de su papel en la sociedad, reclamando igualdad de oportunidades de trabajo, de salarios, de cultura y de capacidades para llevar adelante su propia vida.