Mi abuela Chela y yo éramos como uña y mugre. Cada vez que tenía
vacaciones, esperaba con ansias la visita a San Rafael. Todos los días
ponía el mayor empeño en idear una travesura más auténtica que la del día anterior
para que mamá llegara a la conclusión de que necesitaba airearme. Entonces,
preparábamos las maletas que nos llevarían al pueblo de su niñez, y de la mía.
Jamás pude comprender por qué le decían pantera a la abuela Chela. “Es que a
ustedes ya les tocó bien blandita”, decían mis tíos, “hubieran visto cómo se traía
al abuelo, bien cortitito, a ustedes los nietos los consiente de más”, y sí era cierto.
Conmigo era casi tan dulce como sus buñuelos, mi segundo platillo favorito después
del atún en escabeche, también de su autoría.