Defiendo el grito visceral, el juego para imaginar, la narrativa de quien no ha tenido la palabra dominante, defiendo la movilidad entre las ideologías para la no-doctrina. Defiendo el mundo productor de extrañeza para fastidiar las formas binarias.
Creo en la existente provocación no dicha entre vaciarme y llenarme de las palabras acuosas, del canto de mi madre latiendo mientras estoy en escena y su voz sana la primera herida del patriarcado, el primer vínculo madre e hija. Creo en el discurso desecho en trazos en el espacio porque vengo del desarraigo, de la no pertenencia geográfica, que me rompe y acabo devorada por la luz del espacio de trabajo y habitada por el espacio en blanco. Quise alcanzar los planos con cada extremidad, pero no hay centro.
Y lo busco
y me acerco
y lo encuentro
en el oficio teatral, aquel que me ha volcado a las formas de emancipación, de libre voz sin máscaras, sin decoros, sin aire entre el grito.
Creo en la acción transformadora, creo en las letras de Homero, apelando al sujeto colectivo, soy las voces de mis maestras: lánzate al piso, acarícialo condenadamente, versa para ser contestataria, grita para que tu cuerpo vaya por donde los brazos no alcanzan, constela para unir las estrellas olvidadas. Fui de la opresión y soy de las excepciones del día a día para guardar la esperanza del cambio, porque defiendo la creación que no habita el mundo de la Gran Costumbre, pero tampoco el mundo del escapismo y fantasía, sino esta realidad hecha heterotopía, una fiesta colectiva en la grieta del edificio.