La estruendosa declaración nietzscheana de la muerte de Dios y el ateísmo co-substancial a ésta, parecen estar fuera de duda. Sin embargo, una comprensión más cuidadosa de su filosofía debería deshacerse de ese lugar común para entender a Nietzsche como un ateo extraño, cuya posición sobre una realidad última a la que haya podido llegar no es suficientemente determinada. Su ateísmo instintivo es sostenido a nombre de un rechazo visceral a darle un rostro o a tomar posesión de algo innombrable o divino sin rostro por parte de cualquier religión particular. Pero, yendo más bien en contra de un ‘mono-tono-teísmo’, Nietzsche, con su defensa del politeísmo, acorta su distancia de lo infinito, lo eterno, el ‘fuego infinito’. Nietzsche quiere y ama lo divino por sí mismo; nunca como un redentor o un salvador, o una garantía encarnada y personal; sólo quiere y ama los destellos y las huellas fugaces de su danza; pero, ¿lo divino inmanente y trascendente a la vez?