La Iglesia como sociedad viva y renovada permanentemente, tiene potestad para sancionar a sus miembros, lo que busca cuando tiene que sancionar a uno de ellos cuando ha incurrido en un delito contra el orden establecido: Es reparar el daño cometido, garantizar la disciplina eclesiástica, el arrepentimiento del delincuente, sobre todo su conversión y la salvación de su alma. Las penas expiatorias como instrumento jurídico-coactivo garantizan no solo el castigo del delincuente, evitando la impunidad, sino que su finalidad es más ontológica; garantizar una justicia eficaz, el bienestar y la armonía de la comunidad Eclesiástica, es decir, la plena comunión. La Iglesia siempre aplicará la pena con equidad canónica y con espíritu de pastoralidad porque su fin supremo es la salus animarum.