Desde sus albores, la Iglesia ha venerado a sus mártires, testigos de su fidelidad a Cristo con la sangre, y desde el IV s. ha propuesto a la veneración de los fieles los confesores que han testimoniado al Señor Jesús, divino maestro de perfección, con el ejercicio heroico de las virtudes cristianas durante su vida. La iniciativa de la veneración de los santos ha partido siempre del pueblo fiel, no de la jerarquía, la cual interviene sucesivamente en el discernimiento y con la aprobación para garantizar la verdad y la legitimidad del culto. Esta intervención ha tenido a través de los siglos una gran evolución, sea por lo que se refiere a los métodos, sea cuanto a la autoridad competente para declarar santo a un siervo de Dios, sea, en fin, acerca de la investigación precedente a la canonización, y ha seguido un lento proceso antes de concluir en una legislación precisa.