Escribir una historia que dé cuenta de la fuerza emotiva del tango, es una tentación siempre a la mano: definir otra vez al tango como lo más propio del sentir porteño, volver a decir su historia sobre los sentimientos que despierta, historia en la que sus autores parecen estar armados para un combate contra un enemigo imaginario que tendría como intención hacer del tango un razonamiento frío y distante. Decir que el tango es la calle Corrientes, que es Pichuco con su bandoneón, que es la sonrisa de Gardel o la nariz de Discépolo, que es Astor Piazzolla o el Polaco, sí, está bien, es todo eso, afectivo, nostálgico, sentimental, pero creo que no hace falta seguir insistiendo con esta lectura ya que a nadie le preocupa decir lo contrario. La pregunta por el origen estaba a la vuelta de la esquina: Ángel Villoldo, los primeros tangos, el prostíbulo, Buenos Aires en 1880. Y allí, entre putas, tangos soeces, cuartetas prostibularias e inmigrantes, el tango aparece en sus comienzos como dicha y alegría, como jovialidad y desenfado amoroso, hecho por hombres y mujeres que la pasaban bien, que podían reírse sin culpa y hacer del prostíbulo una fiesta liberadora.