La primera vez que fui consciente de estar en peligro sucedió mientras me movía por la ciudad. Tenía 15 años. Era un día laboral y regresaba a mi casa desde la de una amiga después de terminar un trabajo en grupo. Me devolví en Transmilenio. Tenía puesta mi jardinera del colegio y todavía no eran las seis de la tarde. El viaje había sido totalmente normal, perfectamente aburrido. Como de costumbre no había sillas libres, entonces me había hecho de pie cerca a la puerta y escuchaba la radio de mi celular usando audífonos.