Todavía conservo en mi mente la imágenes de los cráneos que decoraban el estudio de mi casa, cuando apenas era un niño. Mi padre, un médico talentoso y siempre inquieto, mantenía, en el lugar donde guardaba sus enciclopedias, algunos huesos que le servían como referencia para actualizarse en una profesión que nunca termina. Y esa fue, precisamente, mi primera relación con la muerte Saber que esos cráneos algún día le pertenecieron a alguien. Saber que en esos huesos hubo vida. Saber que la muerte era inevitable.